MORIR UN POCO
Es viernes 15 de septiembre de 1973 en Valparaíso, Chile. Al llegar a mi casa todo estaba en absoluto desorden, la ropa tirada en el suelo, muebles destruídos, las almohadas y colchones destripados. Mi madre y mi hermana abrazadas lloraban con la angustia, el temor y la impotencia pintados en su rostro y en todo su cuerpo.
– Vinieron los pacos – Dijo, entre sollozos, mi madre
– Se llevaron a tu papá… dijeron que lo fusilarían si no te presentabas –
Me puse una chaqueta y me dirigí al cuartel de los carabineros. Iba pensando en el golpe militar que sólo cuatro días antes dieran los soldados en mi país. Recordé las sangrientas escenas de otros países luego de implantado el régimen militar. Me presenté con los carabineros diciendo que iba a buscar a mi padre. Enseguida me detuvieron, comenzaron a golpearme, luego de la pateadura, me arrojaron a un calabozo. A los pocos minutos me trasladaron con otros detenidos tan aterrados como yo a la Comisaría del Cerro Alegre. Allí estaba mi padre. Estaba vivo.
– ¿Pá qué te entregaste, cabro?-
– Es que me dijeron que lo iban a matar si no me entregaba – Le respondí. Conversamos un rato. En ese instante los pacos trajeron a un detenido. Era un ladrón. Lo comenzaron a golpear delante de nosotros para que les dijera donde había escondido lo que se robó.
– ¿Y ustedes qué miran, güeones? – Nos gritó el policía torturador
– ¡Pá que se lo sepan cuando se los lleven de aquí los infantes de marina van a ver que son cariñitos los que estoy dando a este conchesumare –
A medianoche vinieron los infantes de marina por nosotros. Eran como cinco. Todos traían la cara pintada de negro. Parecían demonios arrancados del infierno. Nos arrastraron a golpes y nos arrojaron sobre el piso de un camión. Toda la noche nos trajeron dando vueltas por la ciudad. Al amanecer éramos más de treinta los detenidos, tirados unos sobre otros. Yo no dejaba de pensar. Estaba seguro que íbamos a morir. En la madrugada nos llevaron al edificio de la Intendencia por la Plaza Sotomayor. Los infantes de marina se divertían caminando sobre nuestros cuerpos, nos pisaban la cabeza y nos repartían patadas para aterrarnos más de lo que estábamos. Por la mañana nos subieron amontonados a un camión, al bajarnos nos dimos cuenta que estábamos a orillas del mar, en El Molo. Con violencia nos tiraron sobre el piso. Los infantes de marina siguieron divirtiéndose corriendo por sobre nuestros cuerpos y cabezas. Nos levantaron y condujeron al costado de un barco mercante llamado Lebu. Los infantes de marina y los Cadetes de la Escuela Naval hicieron dos filas y nos obligaron a todos los detenidos a pasar por el medio, mientras ellos, entre patadas, puñetazos, culatazos y piquetes con la bayoneta, lanzaban gritos entre histéricos y divertidos. Era evidente el estado de drogadicción en que se encontraban.
Después que pasé varias veces por lo que llamaron “la calle del medio”, todo mi cuerpo estaba inflamado. Mi boca sangraba. Me habían roto los dientes de un culatazo y sentía los labios hinchados.
Junto a los demás detenidos nos bajaron a la bodega 4 del Lebu. La diversión de los militares era empujarnos cuando estábamos en la orilla y sujetarnos cuando estábamos a punto de caer. La bajada por la escala de fierro al interior de la bodega fue un infierno. Allí me encontré con alrededor de doscientas personas que en la semioscuridad no lograba distinguir bien. Muchos estaban heridos o muy maltratados.
¿Y mi padre? ¿Dónde habían enviado a mi padre? Me preguntaba preocupado. Mucho después supe que estuvo detenido en buque escuela Esmeralda, la máxima insignia-baldón de la Armada chilena donde lo torturaron por varios días.
Desde ese día empezaron las torturas, cada cierto tiempo nos llamaban y debíamos subir a cubierta. Al escuchar mi nombre subía a la cubierta del barco, me ponían un capucha en la cabeza y me llevaba a lo que llamaban interrogatorio. Me golpeaban hasta caer desmayado, luego, al salir de la inconsciencia, simulaban que me iban a fusilar. Deseaba que lo hicieran. A esas alturas morir era una salida. Un descanso. Quería que me mataran.
Lo único que podíamos ver desde el fondo de la bodega era el cielo, como la bodega 4 del Lebu era un frigorífico temblábamos de frío. Aparte de ello nos obligaban por la noche a que nos amontonáramos unos sobre otros en el centro de la bodega para mantenernos vigilados. No había donde orinar por lo que debíamos hacerlo en cualquier rincón. Las condiciones higiénicas bajo tales condiciones eran espantosas.
No soy capaz de decirles cuantos días estuvimos sin tomar una sola gota de agua. La sed nos agobiaba y tratábamos de permanecer inmóviles el mayor tiempo posible. Un día con la grúa del barco bajaron un tambor partido a la mitad que contenía agua sucia, parecía que la habían usado para lavar platos y ollas en la cocina. No había alternativa. Tuvimos que tomarla. Esto me provocó dolor de estómago, pero no podía tener diarrea porque desde mi detención no había comido. Antes habían bajdo otro tambor a modo de letrina. Diariamente lo subían usando las grúas del barco. La diversión de los militares era vaciar parte de la suciedad sobre nosotros.
A veces los cadetes se entretenían tirando trozos de pan para que nos los disputáramos como si fuéramos perros.
Cierto día se hubo gran conmoción en la cubierta del buque. Los cadetes navales e infantes de marina corrían de un lado a otro bajo un concierto de gritos de mando. La primera señal de que algo raro sucedía es que bajaron dos tambores con agua para que bebiéramos. Luego, para nuestra sorpresa, nos hicieron subir en grupos a cubierta. Nos ordenaron que hiciéramos fila para entregarnos una manzana amarilla a cada uno. Luego nos enteramos que habían llegado personas de la Cruz Roja Internacional a ver nuestras condiciones de detención. Efectivamente eran personeros de la Cruz Roja que supervisaban las deplorables e insalubres condiciones de reclusión en que nos tenían y la absoluta falta de comunicación con el mundo exterior en la que estábamos.
Con el tiempo, ya en el extranjero, me enteré que la Cruz Roja había ido el día 1º de octubre de ese aciago año de 1973. Yo perdí absolutamente la noción del tiempo, en mis pensamientos llegué a creer que los de la Cruz Roja fueron a mirar lo que pasaba como a los cuatro días de la detención.
¡Ya habían pasado quince días de reclusión, maltrato y sin comida!
Pero seguían sacándome a diario al interrogatorio, me ponían la capucha, me esposaban y empezaban a golpearme. Me preguntaban sobre el paradero de senador socialista que tenía mi mismo apellido que según era mi tío y debía tener conocimiento de su paradero. Como no les proporcionaba la información me aplicaban toques de corriente eléctrica en diferentes partes del cuerpo, intercalada con golpes de puño y patadas en diferentes partes del cuerpo. También querían saber sobre la militancia política. Sólo me remitía a decirles que era de la Unidad Popular. Mis manos estaban esposadas. Desnudo me colgaban de algún lugar por lo que mis pies no alcanzaban el suelo. Las torturas eran periódicas. Lo peor es que con tanto golpe llegó un momento en que no me acordaba ni siquiera de mi nombre y dirección.
Les juro que yo estaba dispuesto a decirles lo que quisieran pero se borró toda la información que pudiera tener sobre mis compañeros del Partido, del lugar donde trabajaba y sobre mis vecinos.
Un día al salir del interrogatorio un militar me agarró del cuello, me puso un revólver en la sien y le dijo riendo a otros infantes de marina que me iba a matar. No me creerán pero ante esa amenaza de muerte sentí una profunda sensación de alivio porque pensé que al fin descansaría. Apretó el gatillo solo escuché un click…No pasó nada. Ante mi indiferencia comentaron que nos tenían entrenados y volvían a golpearme.
Hasta ahora no he podido recordar muchas cosas de mi pasado. Perdí la memoria de direcciones, nombres y números. Si alguien me apresura solicitando datos de alguien… inmediatamente los olvido.
No puedo recordar la fecha en que salí del Lebu. Sólo recuerdo que me sacaron de la bodega 4 junto con varios detenidos. Me pusieron una capucha por lo que supuse me iban a interrogar nuevamente. Me obligaron a caminar hasta que me dijeron que me preparara para bajar una escalera para subir a la lancha. Sentí un enorme escalofrío que recorrió todo mi cuerpo. Me van a matar, pensé. En ese instante comenzaron a pasar lista. Al mencionar mi nombre se escuchó una voz de mando que dijo:
– ¡A ese… déjenmelo! Aún lo deben interrogar – Sentí que alguien se acercó a mí, me dijo en susurro:
¡Ciego… Te voy a soltar! Te van a volver a pegar, pero te soltarán. Pero escóndete güeón porque pá la próxima no la contai –
Efectivamente sucedió lo que me dijo. Me soltaron. No puedo saber quien me salvó la vida, seguramente algún condiscípulo del liceo donde estudié porque me conocían bajo el sobrenombre de “ciego”. Ese hombre me salvó la vida, pero como yo estaba encapuchado no lo pude identificar.
No crean que disfruto este relato, para poder hacerlo estuve largos años en terapia porque no podía siquiera recordar lo que me hicieron y muchas veces despertaba en las noches gritando de dolor. Esta sensación que aún me acomete no ha desaparecido del todo, sobretodo cuando veo películas o informaciones sobre torturas, no puedo retener el llanto. El Dr. Bradbury, chileno residente en Bélgica que ha tratado estos síntomas en ex presos políticos sometidos a torturas, le llama “el dolor invisible de la tortura”. Es ese dolor que yace agazapado en mi mente y en mi cuerpo y que, con el auxilio de la terapia, he logrado controlar solo parcialmente.
Espero que esta parte de mis experiencias como preso político sirva para comprender en parte lo que significó el Golpe de Estado en Chile, somos miles los que vivimos esta situación, igual o peor de lo que sucedió conmigo, como todos saben esto mismo puede pasar en cualquier país donde la democracia pretende radicarse como sistema de gobierno.
De nada y hasta siempre estimados amigos y amigas.